Al oír esta llamada aparecieron en el acto dos guardias civiles de madera altos, altos y delgados, delgados, con el tricornio en la cabeza y el sable desenvainado, en la mano.
Sable en mano se fue San Martín detrás de los españoles que venían muy seguros, tocando el tambor, y se quedaron sin tambor, sin cañones y sin bandera.
Tan pronto como se embarcaron y partieron, salí con mis dos escopetas al hombro, dos pistolas en la cintura y mi gran sable sin vaina, colgado a un costado.
Mantuve mi arma en la mano, sin disparar, con el propósito de reservar la carga que me quedaba, pues le había entregado mi pistola y mi sable al español.
Señor -le dije con el español que pude recordar-, hablaremos luego pero ahora debemos luchar. Si aún tiene fuerzas, coja esta pistola y este sable y luche.
Súbitamente, el español soltó el sable y, sacando la pistola de su cinturón, le atravesó el cuerpo de un disparo y lo mató en el acto, antes de que yo pudiese llegar a socorrerle.