Cuando he cruzado el océano Pacífico, un día estaba dentro del barco, descansando un poco dentro de la cabina, y de repente noté que la embarcación se me quedó completamente parada.
No les vi las caras, no me atreví a levantar la vista, pero en cuanto noté que el sonido de las botas se desvanecía en la distancia, apreté el paso y saqué por fin el alivio a respirar.
Creí que las piernas se me iban a doblar, que me iba a caer desfallecida. Supuse que aquello ya era, irremediablemente, el fin. Contuve la respiración y noté cómo un sudor frío empapaba todos los recodos de mi piel.