Mientras la ayudaba a acostarse, la niña seguía sufriendo a solas con un quejido casi inaudible, y a él lo sobrecogió la certidumbre de que estaba ayudándola a morir.
Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repartiendo tramojazos de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.
Su secretario personal reconoció que su estado de salud era fragil, su voz prácticamente inaudible y que necesitaba silla de ruedas, pero aseguraba que estaba lúcido y de buen humor.
Siguiéndola, Alex llegó a un claro donde la luz de la luna reveló una figura danzante, etérea y luminosa, que se movía al ritmo de la música inaudible para cualquier oído humano.