Cuando por fin llegó hasta mí, pasó algo aún más increíble: agarró mi mano entre las suyas, y con una sonrisa pícara me dio las gracias por lo de la cartera.
Les dio las gracias sin oír lo que le decían —palabras—, con el alma puesta en la queja maquinal, angustiosa y agónica de Camila, ni corresponder las muestras de efusión con que le estrecharon las manos.