Ahora el crepúsculo había caído definitivamente y los colores del cielo se limitaban a una pequeña zona al oeste, como un ojo sin pupila que observara el mundo con indiferencia.
La podía ver: no era tan brillante, pero su gran velocidad hacía que fuese fácil de distinguir al moverse por el cielo como un meteoro y perderse en el oeste.
Y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi anima a quien quisiere llevarla.