Cierto día, mientras estaba sentado en el Trono de su reino, vio que entraba un hombre por la puerta de palacio; tenía la pinta de un pordiosero y un semblante aterrador.
Luego, habiéndose puesto ropas de hombre, como si fuera un viejo pobre andrajoso, se puso de acuerdo con un pescador sardo para que la llevara, junto con su perra, al otro lado del estrecho.
Con la misma estupefacción cambió luego la dirección de su mirada y la fijó en Raskolnikov, que en paños menores, despelucado, sin asear, tumbado en su diván, misérrimo y pringoso, lo miraba también inmóvil.