Llegó esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente por el borde…
Una desazón indefinible le subió por la garganta cuando un sirviente con guantes blancos le abrió la puerta y pudo ver los efluvios de la riqueza que allí se amasaba.
Vio con una impotencia sorda cómo el diluvio fue exterminando sin misericordia una fortuna que en un tiempo se tuvo como la más grande y sólida de Macondo, y de la cual no quedaba sino la pestilencia.