Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa.
Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza.
Mientras esperaba, una criada de la familia Urbino lo había visto con la ropa ensopada y chapaleando en el fango hasta las rodillas, y le llevó un paraguas para que se guareciera en la terraza.