Su aliento brotaba en breves y resollantes espasmos; un pliegue de tejido adiposo digno de un senador le restaba un corte elegante al cuello levantado de su abrigo.
Aunque iba mal sentada en el piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su altivez.
Calla, boba -dijo Sancho-; que todo será usarlo dos o tres años; que después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.