La señorita Josephine Barry, delgada, peripuesta y rígida, estaba tejiendo furiosamente junto al fuego, con su trenza completamente revuelta y los ojos parpadeándole detrás de sus lentes ribeteados de oro.
Pero al día siguiente, a las ocho de la mañana, dio la última puntada en la labor más primorosa que mujer alguna había terminado jamás, y anunció sin el menor dramatismo que moriría al atardecer.