Con semejantes expectativas en ciernes nos adentramos en la calle Montada, que a aquellas horas ya se recogía en pasaje de tinieblas flanqueado por los viejos palacios convertidos en almacenes y talleres.
Se asomaba tímidamente en el extremo de una estantería, encuadernado en piel de color vino y susurrando su título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo alto.
Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval.