Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban.
El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del visir.
Lucían, al sentarse despernancadas, los caños de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de encaje negro.