A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.
La primera compañía —escarabajos idénticos que escalaban la pendiente hacia los blancos— debía estar demasiado absorbida por los gritos de Gamboa y el esfuerzo que exigía el ascenso rampante para mirar atrás.