La sala quedó desierta a excepción de él y la secretaria general, todavía de pie en el podio, tan pequeña que contrastaba de un modo extraño con el precipicio.
Al principio sus sueños alternaron dos imágenes: la tribuna de la sala de la Asamblea de las Naciones Unidas cerniéndose sobre él y el hombre de Convirtamos las espadas en arados sacudiéndolo a martillazos una y otra vez.