Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el " limpiador incomparable de Pinkerton" .
Marilla no contestó, pero dio tal latigazo a la desdichada yegua, que ésta, poco acostumbrada a tales tratos, echó a andar por el sendero a una velocidad alarmante.
El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.